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sábado, 27 de abril de 2013

¿Humanidad?

Frente a la incomprensible represión producida ayer en el Borda y el debate en la interpelación a Montenegro en la legislatura porteña que traté de seguir este mediodía, me acordé de las reflexiones de un compañero de camino de estos días.

"Y eso -siguió diciéndose Nejludov- resulta de que todos estos hombres, gobernadores, directores, municipales, agentes de policía  estiman todos que hay en la vida situaciones en que la relación directa de hombre a hombre no es obligatoria (...) Y eso, porque no ven ante ellos a hombres y las obligaciones que tienen en cuanto a los mismos como tales hombres, sino que ven únicamente su servicio, es decir, obligaciones que, según ellos, son más importantes que las obligaciones de humanidad. Todo consiste en eso -pensó Nejludov-. Cuando, aunque sea un instante solamente, aunque sea un caso excepcional, se reconoce que un acto cualquiera es más importante que el sentimiento de humanidad, no hay crimen que no pueda cometerse con el prójimo, sin creerse responsable de ello. (...) Todo el mal -seguía pensando Nejludov- radica en que estos hombres reconocen como leyes cosas que no lo son y niegan por el contrario la ley que es eterna e inmutable y que el mismo Dios ha inscrito en nuestros corazones. Seguramente por eso me resulta tan penoso verme ante ellos. Los temo, pura y simplemente. En realidad, esos son hombres temibles. Más peligrosos que bandidos. Incluso un bandido puede sentir lástima. ¡esos, jamás! Están amurallados contra la piedad, como esas piedras contra la vegetación, y por eso son temibles. Si se propusiera como problema psicológico: ¿Cómo podría transformarse a hombres de nuestro tiempo que son cristianos, humanitarios o simplemente buenos, en los criminales más atroces sin que se consideren responsables?, la única solución sería ésta: habría que instituir eso que precisamente existe: gobernadores, directores de cárceles, oficiales, policías. Dicho de otra manera, hacer que esos hombres estén convencidos de que existe una obra llamada servicio al Estado, que consiste en tratar a los hombres como cosas, sin relaciones de hombre a hombre; y seguidamente, que estos funcionarios se encuentren en una situación en que la responsabilidad de las consecuencias de sus actos no pueda recaer sobre un individuo aislado. Fuera de esas condiciones, , no sería posible, en nuestro tiempo, ver producirse hechos tan horribles como los que he visto hoy. Todo el mal reside en que los hombres creen en la existencia de condiciones que permiten tratar a sus semejantes sin amor. Ahora bien, esas condiciones no existen. Para con las cosas, se puede obrar sin amor: se puede, sin amor, romper la leña; cocer ladrillos, forjar hierros; pero, en las relaciones de hombre a hombre, el amor es tan indispensable como lo es, por ejemplo, la prudencia en las relaciones del hombre con las abejas. Tal es la naturaleza de las abejas: si no eres prudente con ellas, perjudicarás a las abejas y te perjudicarás a ti mismo. Así pasa con las relaciones entre los hombres. Y eso no es mas que justicia, porque el amor reciproco entre los hombres es la ley fundamental de la vida humana. Sin duda, a un hombre no se le puede obligar al amor como al trabajo, pero de aquí no se deduce en modo alguno que alguien pueda obrar sin amor a los hombres, sobretodo si el mismo tiene necesidad de ellos. Si no sientes ese amor por tus semejantes, quédate quieto - decía Nejludov dirigiéndose a si mismo- Ocúpate de tu persona, de cosas inanimadas, de no importa qué, pero no de los seres humanos.  Lo mismo que no se sabría comer sin daño y con provecho más que si se experimenta el deseo de comer, no se sabría obrar sin daño y con provecho hacia los hombres si no se comienza por amarlos" (Tolstoi León: "Resurrección" C. XL)

domingo, 21 de abril de 2013

La eternidad del encuentro


"¿Cómo construye pues la vida las líneas de fuerzas en las que vivimos? ¿De dónde viene la fuerza que me atrae hacia la casa de ese amigo? ¿Cuáles son los instantes capitales que han hecho de esa presencia uno de los polos de los que tengo necesidad? ¿Con qué secretos acontecimientos están amasadas las ternuras particulares y, a través de ellas, el amor al país?
¡Qué poco ruido hacen los verdaderos milagros! ¡Qué simples son los acontecimientos esenciales! Sobre el momento que quiero relatar hay tan poco que decir, que me es necesario revivirlo en sueños, y hablar a ese amigo.

Era un día antes de la guerra, a orillas del Saona, cerca de Tournus. Habíamos elegido para almorzar un restaurante cuyo balcón de tablas dominaba el río. Acodados sobre una mesa sencilla, que algunos clientes habían grabado a cuchillo, habíamos pedido dos Pernods. Tu médico te prohibía el alcohol, pero hacías trampa en las grandes ocasiones. Y aquella era una gran ocasión.
No sabíamos por qué, pero así era. Lo que nos alegraba era algo más impalpable que la calidad de la luz. Por eso te habías decidido por el Pernod de las grandes ocasiones. Y como dos marineros descargaban una chalana a dos pasos de nosotros invitamos a los marineros. Los habíamos llamado desde lo alto del balcón.
Y vinieron. Vinieron con toda sencillez. Tan natural habíamos encontrado el invitar a camaradas, a causa, quizás, de aquella fiesta invisible en nosotros. ¡Era tan evidente que responderían al signo! ¡Brindamos, pues!
El sol era agradable. Su tierna miel bañaba los álamos de la margen opuesta y la llanura casi hasta el horizonte. Estábamos, siempre sin saber por qué, cada vez más contentos. Nos tranquilizaba que el sol brillara, que el río corriera, que la comida fuera comida, que los marineros hubieran respondido al llamado, 
que la sirvienta nos sirviera con una suerte de gentileza dichosa como si presidiera un fiesta eterna. Estábamos completamente en paz, bien afincados, al abrigo del desorden, en una civilización definitiva. Saboreábamos una suerte de estado perfecto en el que, colmados todos los deseos, no teníamos ya nada que confiarnos. Nos sentíamos puros, rectos, luminosos e indulgentes.
No hubiésemos sabido decir cuál verdad se nos aparecía con tanta evidencia, pero el sentimiento que nos dominaba era, sin duda alguna, el de la certidumbre, el de una certidumbre casi orgullosa.
De aquel modo el universo probaba su voluntad a través de nosotros. La condensación de las nebulosas, el endurecimiento de los planetas, la formación de las primeras amebas, el trabajo gigantesco de la vida que encaminó la ameba hasta llegar al hombre, todo, todo había convergido felizmente para desembocar, a través de nosotros, en aquella cualidad del placer. Como resultado no estaba mal.
Nos regodeamos con aquel encuentro mudo y aquellos ritos casi religiosos. Mecidos por el vaivén de la sirvienta casi sacerdotal, los marineros y nosotros brindábamos como los fieles de una misma Iglesia, aunque no hubiésemos podido decir cuál.
Uno de los dos marineros era holandés; el otro alemán. Éste había huido del nazismo. Allá estaba perseguido por comunista o por trotskista o por católico o por judío. (Ya no recuerdo la etiqueta por cuyo nombre había sido proscrito el hombre). Pero en aquel momento era algo totalmente distinto que una etiqueta.
Lo que contaba era el contenido. La pasta humana. Era un amigo, simplemente. Y estábamos de acuerdo, entre amigos. Tú estabas de acuerdo. Yo estaba de acuerdo. Los marineros y la sirvienta estaban de acuerdo. ¿De acuerdo en qué? ¿Acerca del Pernod? ¿Del significado de la vida? ¿De la dulzura del día? Tampoco eso hubiésemos podido decirlo. Pero el acuerdo era total, y estaba tan sólidamente establecido en profundidad, se asentaba sobre una Biblia tan evidente en su sustancia, aunque inexpresable mediante palabras, que de buen grado hubiésemos aceptado fortificar aquel pabellón, sostener allí un cerco, morir tras la metralla para salvar aquella sustancia.
¿Qué sustancia?… ¡Esto es lo que resulta difícil de explicar! Corro el riesgo de aprehender tan sólo reflejos y no lo esencial.
Las palabras, insuficientes, dejarán escapar mi verdad. Sería oscuro si pretendiera que hubiéramos combatido con gusto para salvar una determinada cualidad de la sonrisa de los marineros, y de tu sonrisa y de mi sonrisa, y de la sonrisa de la sirvienta, o un determinado milagro de aquel sol que tanto trabajo se había tomado, desde hacia millones y millones de años, para llegar, a través de nosotros, a la cualidad de una sonrisa tan bien lograda.
Lo esencial, lo más frecuente, no tiene peso. Aquí lo esencial sólo fue, aparentemente, una sonrisa. Una sonrisa es a menudo lo esencial. Una sonrisa paga. Una sonrisa recompensa. Una sonrisa anima. Y la cualidad de una sonrisa puede hacer morir.
Sin embargo, puesto que esa cualidad nos liberaba tan plenamente de la angustia de los tiempos presentes y nos otorgaba la certeza, la esperanza, la paz, tengo necesidad de contar hoy, para expresarme mejor, la historia de otra sonrisa". (SAINT EXUPERY, ANTOINE: "Carta a un rehén" c. III)