Frente a la incomprensible represión producida ayer en el Borda y el debate en la interpelación a Montenegro en la legislatura porteña que traté de seguir este mediodía, me acordé de las reflexiones de un compañero de camino de estos días.
"Y eso -siguió diciéndose Nejludov- resulta de que todos estos hombres, gobernadores, directores, municipales, agentes de policía estiman todos que hay en la vida situaciones en que la relación directa de hombre a hombre no es obligatoria (...) Y eso, porque no ven ante ellos a hombres y las obligaciones que tienen en cuanto a los mismos como tales hombres, sino que ven únicamente su servicio, es decir, obligaciones que, según ellos, son más importantes que las obligaciones de humanidad. Todo consiste en eso -pensó Nejludov-. Cuando, aunque sea un instante solamente, aunque sea un caso excepcional, se reconoce que un acto cualquiera es más importante que el sentimiento de humanidad, no hay crimen que no pueda cometerse con el prójimo, sin creerse responsable de ello. (...) Todo el mal -seguía pensando Nejludov- radica en que estos hombres reconocen como leyes cosas que no lo son y niegan por el contrario la ley que es eterna e inmutable y que el mismo Dios ha inscrito en nuestros corazones. Seguramente por eso me resulta tan penoso verme ante ellos. Los temo, pura y simplemente. En realidad, esos son hombres temibles. Más peligrosos que bandidos. Incluso un bandido puede sentir lástima. ¡esos, jamás! Están amurallados contra la piedad, como esas piedras contra la vegetación, y por eso son temibles. Si se propusiera como problema psicológico: ¿Cómo podría transformarse a hombres de nuestro tiempo que son cristianos, humanitarios o simplemente buenos, en los criminales más atroces sin que se consideren responsables?, la única solución sería ésta: habría que instituir eso que precisamente existe: gobernadores, directores de cárceles, oficiales, policías. Dicho de otra manera, hacer que esos hombres estén convencidos de que existe una obra llamada servicio al Estado, que consiste en tratar a los hombres como cosas, sin relaciones de hombre a hombre; y seguidamente, que estos funcionarios se encuentren en una situación en que la responsabilidad de las consecuencias de sus actos no pueda recaer sobre un individuo aislado. Fuera de esas condiciones, , no sería posible, en nuestro tiempo, ver producirse hechos tan horribles como los que he visto hoy. Todo el mal reside en que los hombres creen en la existencia de condiciones que permiten tratar a sus semejantes sin amor. Ahora bien, esas condiciones no existen. Para con las cosas, se puede obrar sin amor: se puede, sin amor, romper la leña; cocer ladrillos, forjar hierros; pero, en las relaciones de hombre a hombre, el amor es tan indispensable como lo es, por ejemplo, la prudencia en las relaciones del hombre con las abejas. Tal es la naturaleza de las abejas: si no eres prudente con ellas, perjudicarás a las abejas y te perjudicarás a ti mismo. Así pasa con las relaciones entre los hombres. Y eso no es mas que justicia, porque el amor reciproco entre los hombres es la ley fundamental de la vida humana. Sin duda, a un hombre no se le puede obligar al amor como al trabajo, pero de aquí no se deduce en modo alguno que alguien pueda obrar sin amor a los hombres, sobretodo si el mismo tiene necesidad de ellos. Si no sientes ese amor por tus semejantes, quédate quieto - decía Nejludov dirigiéndose a si mismo- Ocúpate de tu persona, de cosas inanimadas, de no importa qué, pero no de los seres humanos. Lo mismo que no se sabría comer sin daño y con provecho más que si se experimenta el deseo de comer, no se sabría obrar sin daño y con provecho hacia los hombres si no se comienza por amarlos" (Tolstoi León: "Resurrección" C. XL)