Esa mañana se levantó cansada. Una noche de insomnio más y no podría trabajar. Salió de la cama, se estiró todo lo que podía hasta casi tocar el techo para luego doblarse en dos en un intento de estirar ese metro de piernas que le tocó en herencia. Con la cintura no hubo caso. Se dirigió lánguidamente al baño, prendió la luz, se lavó la cara y cuando iba a empuñar el cepillo de dientes, lo vio.
En el espejo se
encontró con ese rictus en los labios que, si bien estaba ahí, en su cara, no
era de ella. Nunca había notado ese gesto, esa forma. Ahora miraba el espejo y
ya no se encontró; ahora miraba el espejo y ahí estaba su papá.
Nunca le había
gustado que la compararan con él porque sentía que no tenían nada en común, quizás
la nariz y las orejas que le había compartido genéticamente, tal vez la
intuición; siempre prefirió buscar similitudes con su mamá, superwoman
infalible y poderosa; a él lo había experimentado débil, violento, frustrado y
ella, en cambio, era una mujer fuerte.
En terapia, mientras
trabajaba el cierre de su última relación había concluido que repetía el patrón
de relación de sus padres. Mujer fuerte y hombre que se frustra y sabotea.
También de eso culpó a su padre, por alguna trampa del psiquismo ella elegía
hombres como él. Sin embargo, siendo sincera ¿Quién se había frustrado en su
relación? Porque todo parecía decir que ella. Ese pensamiento la
agarró mal parada y tuvo que reconocer que no sólo se había frustrado, si todavía
le duraba la tristeza.
Volvió a mirar el
espejo, el rictus y pensó en el molde. El de la relación paterna. Esa relación
tampoco fue recíproca. Y otra vez, sorprendida, tuvo que reconocer que en esa
relación el que estaba, sostenía, daba, era su papá, no superwoman. Vaya
descubrimiento para un lunes a la seis de la mañana. ¿Tendría que ver en algo
el dolor de cintura? Si estaba repitiendo roles, repetía el de él y eso
cambiaba todas las preguntas. El tema de reflexión ya no era el por qué de su
elección de hombres débiles si no por qué sostenía vínculos más allá de su
dolor. De repente extrañó a su papá que sí que sabía dar abrazos tan gigantes
como los que daba ella, superwoman no abrazaba. De repente decidió volver a
encontrarlo en ese rictus, en ese gesto que también sintió suyo y, ahí mismo,
se encontró con toda su tristeza.
No se puede culpar
a la ausencia porque no fue eso lo que la entristeció, se estaba encontrando
con una tristeza vieja, y ahí nomás cayó en cuentas de cuan poco lo había
entendido o, quizás, que nunca lo intentó. Se preguntó cuantas veces lo habría
juzgado y cuantas, sin derecho a réplica, procedió a dictar sentencia. Y pensó
en ella, su mirada sobre sí misma, su juicio. Ya no se sintió tan fuerte y, sin
embargo, se sintió mejor.
Volvió a mirar el
espejo, se miró de frente, con rictus y todo, y ahí estaba ella y, ahí, se
reconoció; y en ella reconoció, de repente, los hilos ancestrales que la
formaban, ya no vio moldes si no tramas elásticas, de esas que en lugar de dar
forma, abrazan.