En la misa del sábado en
la que despedimos a Pablo compartimos Jn 20,11-18. Pablo era del club de fans
de María Magdalena. Había
sido liberada por Jesús y era una de sus seguidoras, pero está desesperada, “se
han llevado del sepulcro al Señor”, dice, no entiende y llora.
El texto comienza junto a un sepulcro,
imagen de vacío, de dolor, de pérdida. María está desolada pero de pie,
buscando; ve que el sepulcro está vacío pero no entiende.
En el lugar donde yacía el cuerpo de su
maestro, en el mismo en que Pedro y el discípulo al que Jesús quería vieron los
lienzos que cubrían ese cuerpo inerte, ella encuentra dos ángeles de blanco que
indagan sobre el origen de su dolor.
Aparece Jesús y ella lo mira pero no sabe
que es él. Él pregunta, espera, permanece; la llama por su nombre, como el buen
pastor que conoce a sus ovejas, y ella, que buscaba un cadáver, lo reconoce
vivo. Su maestro, su consuelo. Se arroja a sus pies, pero debe dejar de hacerlo,
debe de dar testimonio de que su Señor vive.
Cristianos y cristianas dos mil años
después... ¿Cómo enfrentamos este sepulcro vacío? Lloramos pero sólo un rato,
sabemos que no vamos a cambiar nada; hacemos lo que hay que hacer, cumplimos
con lo que hay cumplir. En la vorágine de hoy todo tiene que estar controlado,
la desmesura de gente que se encapricha en permanecer y llorar porque un cuerpo
no está resulta ridícula. Será que también por incapacidad de desmesura y apuro
en hacer “lo que hay que hacer”, no entendemos la desmesura del amor de quién
no sólo permanece sino que también se muestra, nos llama por nuestros nombres
y, respetuoso de nuestra libertad, nos acompaña en el camino.
Y el sepulcro resultó paradójico lugar de
encuentro y cristofanía, mudo testigo del camino de fe de María, del proceso de
reemergencia de una mujer que llegó hasta allí llorando, desolada, quizás
descreída, y que, tras chocarse con el
amor del que toma la iniciativa, la reconoce y la acompaña, se va cambiada en
una mujer exultante, primer testigo de la resurrección a quien se le confía la
revelación de que se ha cumplido la alianza entre Dios y los hombres.
Y me encuentro ante otro sepulcro, ahí se
supone que está mi amigo Pablo, pero el tampoco está ahí, y aunque todavía no
puedo parar de llorar tengo la intuición de que aquí también hay un desafío, no
se del todo cual. Pablo y yo nos acompañamos mucho y por suerte de a poco va
apareciendo la memoria agradecida. Y en esa memoria aparecen cantidad de tardes
que nos encontraron discutiendo cada uno desde su mirada, quizás la mía más
científica quizás la de él más creyente, los textos bíblicos. Y me acuerdo que
decidimos trabajar este texto desde el cuerpo de los personajes, y el fue María
Magdalena y yo era Jesús y nos encontramos en un intermedio, y cuando me abrazo
los pies casi nos caemos y así llegó a mi una María distinta desbordada de
llanto y luego desbordada de alegría por la Pascua del Maestro. Hoy me está
acompañando mucho María…
Yo tampoco entiendo tu tumba Pablo; intuyo
amigo que te voy a extrañar para siempre y que, donde sea que estés, estás bien… Y
voy a aceptar el desafío y me voy a quedar un tiempo en la desmesura; y te digo, aunque no te guste, que
aunque te fuiste a destiempo, jodido como siempre, no lo hiciste del todo por que calaste hondo en
todos los que te queremos fuerte y mucho.
Resueno con tus palabras y tu dolor. Gracias por publicarlas. Maia
ResponderEliminarUn abrazo
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