Mataron a una niña, sabíamos que contaba trece años, que había llegado a un hospital embarazada, que el embarazo era fruto de una violación, que era Wichí, que estaba desnutrida, que tenía problemas respiratorios; que los médicos debieron proceder a hacer un aborto, contemplado entre los casos no punibles, que no lo hicieron, que murió el bebé y al día siguiente murió ella. Cuanta información. Cuanta vulnerabilidad junta. Mujer, niña, aborigen, pobre, enferma, expuesta. Cuanta necesidad de seguir negándola, sabíamos de todo menos su nombre.
Agustina se llamaba. Agustina tenía derecho a vivir, a que el estado no la mate, a que el estado cuidara de toda su vulnerabilidad; Agustina tenía derecho a ser llamada, nombrada y amada, tenía derecho a ser un montón de cosas que ya no será, pero vivía en un país en donde nos llenamos la boca hablando de llamar a las cosas por su nombre y sin embargo nos da miedo nombrar a las personas.
Según el derecho, el nombre tiene la finalidad de individualizar a una persona en una comunidad para el ejercicio de sus derechos. Ahora se entiende. Agustina no tenía derechos, nunca los tuvo, era mujer, aborigen, pobre, enferma, ¿Para qué necesita un nombre entonces? ¿Para qué individualizarla si es parte de varios colectivos a los que se les niega sistemáticamente cada uno de sus derechos? ¿Para qué?
Agustina significa algo así como la venerada, vaya paradoja. No hablemos de veneración, a Agustina nadie la miró , ni la cuidó, a Agustina la mataron. Yo te nombro Agustina y no sirve de nada, o quizás sí, quizás si nos empezamos a nombrar entre nosotras al menos, las que sabemos de invisibilización, ya no seamos invisibles, nos reconozcamos, nos abracemos y nunca más nos hagan creer que nos definen los carteles que nos ponen en lugar de nuestro nombre.
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